La cena.

by - marzo 09, 2010


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Vladimir se acercó a la mesa, deslizó sus dedos por el cabello de Sofía mientras servía su copa con vino tinto, caminó dos pasos hacia Elena, la besó en la mejilla y colocó la botella en la mesa junto al pan. Elena frunció el seño, Sofía miraba detenidamente la escena e intentaba olvidar la imagen monstruosa que le había mostrado aquella misteriosa dama. Trató de encontrar en Vladimir su forma vampiresa. Procuró mantener la calma. Elena se levantó de su lugar, tomó un cuchillo, cortó el lomo en pequeños pedazos, le pidió el plato a Sofía. Ella temblaba de miedo. Intentaba disimular.

Vladimir

Días atrás entre la multitud la vi por primera vez con su mirada distante y sus gestos nerviosos. Se encontraba sentada en una pequeña construcción de cemento, justo en el centro de aquella plaza que tanto me gusta visitar. Mientras todos caminaban en cámara rápida, ella dibujaba en un cuaderno con toda la tranquilidad del mundo. Fue como si todo se detuviera y al mismo tiempo avanzara de tal forma que ella era lo único que atrapaba mis sentidos. Me acerqué sin preámbulos y le hablé. Le dije cosas que nadie podría resistir. Ella cayó en un hechizo del que pocas han escapado. Mis ojos la hipnotizaron mientras deslizaba mi dedo por su brazo pálido. Pude oler todas las sensaciones que mi presencia desembocaba; me divertían sus gestos de excitación y recuerdo que intentó decirme algo. Me arrejunté a ella y la besé con delicadeza, entonces se desmayó.

Una hora después nos encontrábamos sentados en mi sala. La había mirado fijamente desde que perdió el conocimiento, la cargué y la traje hasta mi morada. ¿Qué me había cautivado de esa pobre mujer? No fueron sus ojos tristes, ni sus labios cortados por la sed, ni siquiera su cabello opaco y maltratado; su cuerpo famélico ni sus pies descalzos y calcinados por el pavimento. Tal vez dentro de mí, sabía que a pesar de encontrarse en aquella situación, en algún momento había sido bella. Ahora lo único que me atraía era lo que llevaba dentro; algo que fluía en su cuerpo blancuzco.

Sofía

Me encontraba dibujando para matar el hambre. Llevaba días sin comer, sin hablar, sin percatarme del mundo, porque a duras penas podía mantenerme en pie. Dibujaba tan sólo rayas y círculos: objetos abstractos que me alejaran de mi situación. Me cubría del viento acurrucando mis piernas a mi pecho y fue entonces que lo vi caminando hacia mí. Un joven alto de cabello rubio y turbado, de maneras femeninas y sin embargo, bestial. Su seguridad me cautivó. Por un momento pensé me encontraba alucinando o incluso llegué a pensar que un ángel había llegado por mí. Mientras divagaba en mis pensamientos él comenzó a tocar mi brazo. Mi pecho comenzó a latir con demasiada fuerza, mis manos sudaban. Escuché al oído todo lo que me dijo pero en realidad no entendía ni una sola palabra. Me derrumbé bajo el hechizo de aquel bello ser. De pronto intenté decirle algo, pero tan pronto quise abrí los labios, se acercó y me besó.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando desperté me encontraba sentada en una sala muy elegante. Al abrir los ojos mi corazón se llenó de alegría al percatarse que aquel misterioso joven aparecía frente a mí. No sé por qué, pero sentí en aquel momento que mi miseria había terminado, que mi historia terminaría como un cuento de hadas. Sin hablar él me tomó de la mano y me condujo por pasillos llenos de cuadros y esculturas hasta un comedor. Una mesa llena de comida nos esperaba, todo se veía delicioso, exquisito. Me dijo que antes de comer debíamos esperar a un acompañante. Mientras pasaba el tiempo nos miramos. ¿Qué había en mí, que él encontraba tan interesante? Por supuesto que no era mi apariencia. Tantos años de vagar y mendigar por las calles, me habían convertido en un monstruo, un esqueleto andante.

Elena

Llegué a casa de Vladimir tras aquella llamada urgente que me hizo. Intenté no correr, para disimular mi emoción y aunque mi rostro parecía inmutable por dentro mi estómago revoloteaba como espiral de pasión. Al entrar grité y no escuché respuesta alguna. Me dirigí al comedor y fue ahí que los vi mirándose fijamente. Pude ver la mesa puesta, con copas de vino, la vajilla servida: espagueti, lomo, ensalada, todo un banquete de lo más elegante. Mi cuerpo se inundó de celos al ver aquella vagabunda en mi sitio. Con una seña sencilla llamé a Vladimir al pasillo. Me explicó paso a paso cómo nos comeríamos a aquella criatura. Yo sabía en el fondo que se trataba de algo más. No era simplemente una cena caníbal. No era sólo consumir su sangre, había algo dentro de mí que me gritaba la verdad. Él estaba enamorado una vez más. Accedí de todos modos, no sin antes enviar a Vlad por más vino a la cava que tenía en el sotano. Así tendría tiempo de conocer a la joven. Me acerqué a ella, olía mal. Su aspecto era lastimoso, pero sus ojos brillaban, vi como seguía las sombras de Vlad por el pasillo. Sin preámbulos le expliqué detalladamente lo que éramos y lo que pensábamos hacer con ella. Al principio bajo el hechizo no creyó ni una sola de mis palabras. Decidí mostrarme. Su rostro palideció y su cuerpo se alejó de mí y antes de que cayera en shock regresé a mi forma humana. Se levantó con la única fuerza que se puede juntar cuando la vida está en peligro e intentó huir. La tomé del brazo y le dije la iba ayudar: que debíamos matarlo, de lo contrario no saldríamos con vida ninguna de las dos. Yo sabía de antemano que Vladimir estaba harto de mí, no tenía escapatoria. Le ordené que guardara la calma: que actuara como si nada. Ese maldito vampiro pagaría por todos los engaños que me había hecho. Bastante tiempo soporté sus infidelidades y bastantes amantes asesiné antes de que él pudiera devorarlas.

Sofía.

De reojo observé a Vladimir entrar al comedor con una botella de vino, me percaté de cómo me miraba. Una gota de sudor cayó en mi alimento. Sonó el reloj, miré: daban las doce. Regresé mi mirada a la mesa, no paso más que un segundo, y Elena cortaba la cabeza del joven vampiro con una rudeza descomunal. La sangre llenaba el espagueti de una salsa muy particular. Gritos de él. Lamentos de ella: reclamaba todas y cada una de sus infidelidades, él sonreía mientras poco a poco su cabeza se desprendía de su cuerpo.



Por fin terminó la tortura, Elena sostenía el cráneo inerte de su amado y lo arrojaba con desdén fuera de la ventana. Sofía tomó una hogaza de pan y la remojó en su plato de pasta. Elena sonrió y juntas degustaron de aquella inolvidable velada.

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