Sin duda hubo crímenes que castigar.
¿Quién pudo creerse el mortal al tomar tu aliento?
¿Y quién te creíste tú; rosa del desierto; al cruzar mi noche a nado?
La encontré tendida cual nenúfar flotando entre copos de nieve. Estaba herida. Demasiado para que notase la gravedad de su propio estado. Su rostro había adquirido el mismo tono marmóreo de la nieve y mi corazón de pronto anheló a galope el rojo violáceo de sus labios.
Apenas supe que había mucha sangre. Que su cuerpo perdía vigor con cada suspiro. Y que ni en mil años borraría de mi memoria su imagen yaciendo helada con el pelo empapado.
Ardió en mi mano la fiebre de su frente.
Era probablemente que pasaba por la última fase de un ataque de neumonía fulminante. Ya no peleaba por respirar ni el ronco rumor de sus pulmones insistía en escapar. Ahora de pronto; como la madrugada, enfriaba.
No dolía ya demasiado. No ahora que su corazón henchido, entre sueños repetía para sí mismo que no huiría porque nunca fue presa. Sin darse por vencida ni percatarse siquiera de que la bestia-hombre le había desgarrado el pecho a punzonazos tras violentar su pureza.
Dude al hacerla levantar y luego recostar entre seda y cachemir del Ecuador. Ni siquiera yo era capaz de saber si la sostendría el hilo de vida del que pendía. Pero el prístino olor a sangre derramada en la nieve me arrastraba inevitablemente del sueño pétreo aquel que durante siglos, ni dioses ni revoluciones se habían atrevido a perturbar. Entonces salí en su encuentro. Con mis labios fríos y una cama de seda.
La condujimos en caravana hasta la torre.
Se la instaló de inmediato en mi pieza. Detrás del portón de roble y hierro. Casi al tiempo de que las mucamas preparaban la cama y se retiraban a velocidad entre las sombras hasta sus dormitorios.
Me habría desnudado. Me habría arrodillado ante su silente presencia, pero sin detenerme a sufrir en mí el arrobo de su belleza, apuré el puñal a mi muñeca. Hasta que el crujir de carne muerta me indicó un pequeño rio de sangre que habría de llevar a su boca.
La recosté en mi regazo y la hice beber.
Había dejado de estremecerse hace mucho. Yacía exánime apenas aguijoneada por estertores duros propios de la cercanía con la muerte.
Ahora dentro, notaba que las lágrimas cristalizadas bañaban al fin tibias su rostro. Pero ni el calor de la chimenea ni el toque de mi súbita devoción me permitió verla a los ojos. La sangre se derramaba por el suelo y ella moría lento como escapándose al limbo con las campanadas de la media noche.
Vigilé su sueño hasta que el sol amenazó con la primera luz. Entonces ordené cubrir de nuevo cada ventanal. Todos. Y uno por uno cada resquicio de luz invasora. Dejé caer las cortinas de terciopelo negro del dosel protegiendo su alma de la mañana. Ahora su cuerpo moriría lo que restaba de horas con luz. Sus poros llorarían humanidad y su corazón se volvería un rubí húmedo y perfecto. Al despertar, yo y la noche la tendríamos de vuelta.
Ese día soñé con el color de sus mejillas. Lo guardé bien porque era una invención mía que jamás comprobaría. Sin embargo lo tatué a fuego en mi memoria para recurrir a él cuando se nos acabase el amor o cuando decidiese alguien que mi pasión la había convertido en un monstruo. Y lo recordaría como si hubiera sido. Como la última luna bajo la que oré antes de volverme lo que fui entonces. Lo que irónicamente no soy ahora.
Al despertar la encontré de rodillas en el suelo. Ahí pero lejos. Sin alma ni palabras. Cubierta aun de barro mezclado con sangre. Era ahora un frágil cadáver reanimado. Sin embargo me obsequiaba la señal que aguardaba con ansia.
No me detuve ante el oscuro abismo de sus ojos negros. Simplemente la mordí en el cuello. Se desvaneció y emitió un quejido sordo. La recosté en el suelo. Poco a poco tomó conciencia al tiempo que sus heridas lentamente continuaban sanando. Le tomaría un par de semanas recuperarse del todo. Ahora la besaba en la frente y la conducía despacio de la mano hasta la tina de baño. La lavé. Cepillé el negrísimo pelo. Froté su piel con aceite de maderas finas y la dejé caer de nuevo; desnuda; entre las sabanas de la cama.
Noche tras noche cuidé su vigilia hasta que fue capaz de levantarse por sí misma y mirarme a los ojos.
La guié con caricias entre pasillos húmedos y confesiones del pasado. Inventé para ella una infancia bucólica bajo el amparo de Dios. Juré amor eterno y entre abrazos correspondidos creí la mentira aquella de que hubo sido la única. La llamé Carmina. Soberana melodía del cielo.
Tuve para ella una historia de cama cada vez y un beso distinto para todos los senderos recónditos. Al cabo sólo moríamos de día y rejuvenecía yo viéndola volver andando entre bruma de muerte y sombras de vida cuando dormía la tarde.
Apenas se mantuvo en pie por un tiempo, pero de repente fue capaz de robarme el aliento. A veces hosca, a veces más. Siempre hermosa; quizá un poco más cada vez al abrir los ojos. Dominó mi voluntad mientras el tiempo continuó goteando sin parar del suelo al cielo.
No volví a pisar la estepa desde la noche en que vino a mi lecho.
Hice callar la torre por completo para contemplar su rotundo silencio. Le obsequié piedras preciosas y seda del Oriente. Especias y un armiño perfecto con collares de perlas negras. Le hice traer cada siete noches una muchacha del pueblo que nos devolviese la vitalidad para amar de nuevo.
Al cabo de veintiocho lunas llenas la comarca era nación de viejos y fantasmas. Justo al tiempo en que había florecido ella una noche en forma de lirio obsceno. Con labios rojos y carcajadas que cimbraban las entrañas de la tierra. Justo cuando no había ya más doncellas que conducir a la torre.
Ahora comenzaba a agotarme de vez en cuando.
Y ella trepaba por las paredes escupiendo profecías en la lengua de mis padres.
Quise creer que las tareas del amor lastimaban más de lo permitido nuestra resistencia. Lo cierto era que ella revitalizaba durante la mañana y volvía de noche con mejores dentelladas. Yo terminaba apenas el amanecer y los días eran largas pesadillas de ajolotes y ceniza. Dolencia pasajera me dictó el nublado juicio; pues era ahora necesario viajar kilómetros hacia el norte para traer doncellas desde la península.
Con el tiempo, mi gente hubo que andar en todas direcciones buscando muchachas. Los padres y esposos pudientes las recluyeron en abadías y fue necesario atraer a las jóvenes de la provincia más recóndita con promesas de bienestar en el este. La cruel argucia nos mantuvo un tiempo. Al cabo nada de eso fue suficiente. Pero desdeñaba yo la realidad mientras me amase y pudiera seguir amándola.
El paso de las estaciones y la firme convicción de que nada perturbaría nuestro encierro sensual, me hizo llevar de una por una a todas mis bellas esclavas de Asia y África Oriental para beberlas dentro de la torre. Continúe con las mucamas y las doncellas personales. Luego con los asistentes del mayordomo y los guardias de la muralla. A todos cuantos estaban en mi propiedad a excepción del viejo mayordomo que me atendía con absoluto fervor.
La conservé vital por décadas apenas con lo que se podía conseguir. Sobrevivía yo con lo que quedaba. Porque ahora ni el oro podía hacer que alguien se acercase. Y ya nada nos permitía rondar la comarca. Rumores sobre la torre corrían como pólvora y los Sublevados marchaban a prisa rumbo al norte. Ahí comprendí que no había futuro para lo nuestro. Y que la eternidad parecía demasiado como para llevarla en los hombros.
No hice sino amarla y debilitarme. Más noche con noche. Peor tras cada toque. Ella quemaba el aire con sus ojos de fuego mientras danzaba lento sostenida en la nada cual exótico y alado pez en aguas lejanas. Y me correspondía piadosa. Siempre narcótica e irracional. Santo demonio de carne.
Sin el viejo mayordomo y la revuelta avanzando al norte en dirección a la comarca, fui incapaz de quitarle los ojos de encima. Tras puertas cerradas, oré a sus pies y comulgué sólo en ella. En el vino de su cuerpo y las sales de su infierno. En la ceguera al pasado y en olvido del futuro que no añoraba ni me hacía falta.
Pero de repente la luna lloraba sangre al igual que ella.
Despertó una vez junto a mí gruñendo de dolor, con los ojos blancos hechos agua. Se arrastró como bestia herida seguida de una estela rancia de sudor y muerte. Sin mucho por hacer supe que lo que a mí me mataba despacio durante una pequeña eternidad, a ella la consumiría en horas.
Le acuné en mi regazo como la primera vez. Medusa moribunda que naufraga. Tan frágil furia como para contenerla con mi quebrantado cuerpo.
Y me abrí el pecho con el filo del puñal.
La vi beberme hasta la última gota. La sentí arrancarme el corazón y devorarlo en el suelo. Rejuveneció roja. La sentí negra. La vi robarme la mirada y el tacto. La voz, los recuerdos. El color del pelo. Era Carmina la Fastuosa Extranjera. Y a la vez Brighid, la Princesa de Bronce.
La creí mi olvidado reflejo. Hasta que la vi proyectarse en cuerpo y sin mácula en un cristal roto. La reconocí todavía detrás de mis ojos. Abrazada por mi piel. Acariciada por mí pelo. Llamada por mis palabras. Seguía siendo la misma canción oscura. Piel distinta. Renacida la fuerza.
Seguía siendo favorita del destino y fugitiva de la muerte. Por lo menos hasta descubrir que nada es suficiente. Quizá hasta una noche cualquiera. Una de tantas. Una de lágrimas de sangre.
Con suerte cuando me olvide para siempre por tanto mirarse al espejo.
Amén. Santo demonio de carne.
¿Quién pudo creerse el mortal al tomar tu aliento?
¿Y quién te creíste tú; rosa del desierto; al cruzar mi noche a nado?
La encontré tendida cual nenúfar flotando entre copos de nieve. Estaba herida. Demasiado para que notase la gravedad de su propio estado. Su rostro había adquirido el mismo tono marmóreo de la nieve y mi corazón de pronto anheló a galope el rojo violáceo de sus labios.
Apenas supe que había mucha sangre. Que su cuerpo perdía vigor con cada suspiro. Y que ni en mil años borraría de mi memoria su imagen yaciendo helada con el pelo empapado.
Ardió en mi mano la fiebre de su frente.
Era probablemente que pasaba por la última fase de un ataque de neumonía fulminante. Ya no peleaba por respirar ni el ronco rumor de sus pulmones insistía en escapar. Ahora de pronto; como la madrugada, enfriaba.
No dolía ya demasiado. No ahora que su corazón henchido, entre sueños repetía para sí mismo que no huiría porque nunca fue presa. Sin darse por vencida ni percatarse siquiera de que la bestia-hombre le había desgarrado el pecho a punzonazos tras violentar su pureza.
Dude al hacerla levantar y luego recostar entre seda y cachemir del Ecuador. Ni siquiera yo era capaz de saber si la sostendría el hilo de vida del que pendía. Pero el prístino olor a sangre derramada en la nieve me arrastraba inevitablemente del sueño pétreo aquel que durante siglos, ni dioses ni revoluciones se habían atrevido a perturbar. Entonces salí en su encuentro. Con mis labios fríos y una cama de seda.
La condujimos en caravana hasta la torre.
Se la instaló de inmediato en mi pieza. Detrás del portón de roble y hierro. Casi al tiempo de que las mucamas preparaban la cama y se retiraban a velocidad entre las sombras hasta sus dormitorios.
Me habría desnudado. Me habría arrodillado ante su silente presencia, pero sin detenerme a sufrir en mí el arrobo de su belleza, apuré el puñal a mi muñeca. Hasta que el crujir de carne muerta me indicó un pequeño rio de sangre que habría de llevar a su boca.
La recosté en mi regazo y la hice beber.
Había dejado de estremecerse hace mucho. Yacía exánime apenas aguijoneada por estertores duros propios de la cercanía con la muerte.
Ahora dentro, notaba que las lágrimas cristalizadas bañaban al fin tibias su rostro. Pero ni el calor de la chimenea ni el toque de mi súbita devoción me permitió verla a los ojos. La sangre se derramaba por el suelo y ella moría lento como escapándose al limbo con las campanadas de la media noche.
Vigilé su sueño hasta que el sol amenazó con la primera luz. Entonces ordené cubrir de nuevo cada ventanal. Todos. Y uno por uno cada resquicio de luz invasora. Dejé caer las cortinas de terciopelo negro del dosel protegiendo su alma de la mañana. Ahora su cuerpo moriría lo que restaba de horas con luz. Sus poros llorarían humanidad y su corazón se volvería un rubí húmedo y perfecto. Al despertar, yo y la noche la tendríamos de vuelta.
Ese día soñé con el color de sus mejillas. Lo guardé bien porque era una invención mía que jamás comprobaría. Sin embargo lo tatué a fuego en mi memoria para recurrir a él cuando se nos acabase el amor o cuando decidiese alguien que mi pasión la había convertido en un monstruo. Y lo recordaría como si hubiera sido. Como la última luna bajo la que oré antes de volverme lo que fui entonces. Lo que irónicamente no soy ahora.
Al despertar la encontré de rodillas en el suelo. Ahí pero lejos. Sin alma ni palabras. Cubierta aun de barro mezclado con sangre. Era ahora un frágil cadáver reanimado. Sin embargo me obsequiaba la señal que aguardaba con ansia.
No me detuve ante el oscuro abismo de sus ojos negros. Simplemente la mordí en el cuello. Se desvaneció y emitió un quejido sordo. La recosté en el suelo. Poco a poco tomó conciencia al tiempo que sus heridas lentamente continuaban sanando. Le tomaría un par de semanas recuperarse del todo. Ahora la besaba en la frente y la conducía despacio de la mano hasta la tina de baño. La lavé. Cepillé el negrísimo pelo. Froté su piel con aceite de maderas finas y la dejé caer de nuevo; desnuda; entre las sabanas de la cama.
Noche tras noche cuidé su vigilia hasta que fue capaz de levantarse por sí misma y mirarme a los ojos.
La guié con caricias entre pasillos húmedos y confesiones del pasado. Inventé para ella una infancia bucólica bajo el amparo de Dios. Juré amor eterno y entre abrazos correspondidos creí la mentira aquella de que hubo sido la única. La llamé Carmina. Soberana melodía del cielo.
Tuve para ella una historia de cama cada vez y un beso distinto para todos los senderos recónditos. Al cabo sólo moríamos de día y rejuvenecía yo viéndola volver andando entre bruma de muerte y sombras de vida cuando dormía la tarde.
Apenas se mantuvo en pie por un tiempo, pero de repente fue capaz de robarme el aliento. A veces hosca, a veces más. Siempre hermosa; quizá un poco más cada vez al abrir los ojos. Dominó mi voluntad mientras el tiempo continuó goteando sin parar del suelo al cielo.
No volví a pisar la estepa desde la noche en que vino a mi lecho.
Hice callar la torre por completo para contemplar su rotundo silencio. Le obsequié piedras preciosas y seda del Oriente. Especias y un armiño perfecto con collares de perlas negras. Le hice traer cada siete noches una muchacha del pueblo que nos devolviese la vitalidad para amar de nuevo.
Al cabo de veintiocho lunas llenas la comarca era nación de viejos y fantasmas. Justo al tiempo en que había florecido ella una noche en forma de lirio obsceno. Con labios rojos y carcajadas que cimbraban las entrañas de la tierra. Justo cuando no había ya más doncellas que conducir a la torre.
Ahora comenzaba a agotarme de vez en cuando.
Y ella trepaba por las paredes escupiendo profecías en la lengua de mis padres.
Quise creer que las tareas del amor lastimaban más de lo permitido nuestra resistencia. Lo cierto era que ella revitalizaba durante la mañana y volvía de noche con mejores dentelladas. Yo terminaba apenas el amanecer y los días eran largas pesadillas de ajolotes y ceniza. Dolencia pasajera me dictó el nublado juicio; pues era ahora necesario viajar kilómetros hacia el norte para traer doncellas desde la península.
Con el tiempo, mi gente hubo que andar en todas direcciones buscando muchachas. Los padres y esposos pudientes las recluyeron en abadías y fue necesario atraer a las jóvenes de la provincia más recóndita con promesas de bienestar en el este. La cruel argucia nos mantuvo un tiempo. Al cabo nada de eso fue suficiente. Pero desdeñaba yo la realidad mientras me amase y pudiera seguir amándola.
El paso de las estaciones y la firme convicción de que nada perturbaría nuestro encierro sensual, me hizo llevar de una por una a todas mis bellas esclavas de Asia y África Oriental para beberlas dentro de la torre. Continúe con las mucamas y las doncellas personales. Luego con los asistentes del mayordomo y los guardias de la muralla. A todos cuantos estaban en mi propiedad a excepción del viejo mayordomo que me atendía con absoluto fervor.
La conservé vital por décadas apenas con lo que se podía conseguir. Sobrevivía yo con lo que quedaba. Porque ahora ni el oro podía hacer que alguien se acercase. Y ya nada nos permitía rondar la comarca. Rumores sobre la torre corrían como pólvora y los Sublevados marchaban a prisa rumbo al norte. Ahí comprendí que no había futuro para lo nuestro. Y que la eternidad parecía demasiado como para llevarla en los hombros.
No hice sino amarla y debilitarme. Más noche con noche. Peor tras cada toque. Ella quemaba el aire con sus ojos de fuego mientras danzaba lento sostenida en la nada cual exótico y alado pez en aguas lejanas. Y me correspondía piadosa. Siempre narcótica e irracional. Santo demonio de carne.
Sin el viejo mayordomo y la revuelta avanzando al norte en dirección a la comarca, fui incapaz de quitarle los ojos de encima. Tras puertas cerradas, oré a sus pies y comulgué sólo en ella. En el vino de su cuerpo y las sales de su infierno. En la ceguera al pasado y en olvido del futuro que no añoraba ni me hacía falta.
Pero de repente la luna lloraba sangre al igual que ella.
Despertó una vez junto a mí gruñendo de dolor, con los ojos blancos hechos agua. Se arrastró como bestia herida seguida de una estela rancia de sudor y muerte. Sin mucho por hacer supe que lo que a mí me mataba despacio durante una pequeña eternidad, a ella la consumiría en horas.
Le acuné en mi regazo como la primera vez. Medusa moribunda que naufraga. Tan frágil furia como para contenerla con mi quebrantado cuerpo.
Y me abrí el pecho con el filo del puñal.
La vi beberme hasta la última gota. La sentí arrancarme el corazón y devorarlo en el suelo. Rejuveneció roja. La sentí negra. La vi robarme la mirada y el tacto. La voz, los recuerdos. El color del pelo. Era Carmina la Fastuosa Extranjera. Y a la vez Brighid, la Princesa de Bronce.
La creí mi olvidado reflejo. Hasta que la vi proyectarse en cuerpo y sin mácula en un cristal roto. La reconocí todavía detrás de mis ojos. Abrazada por mi piel. Acariciada por mí pelo. Llamada por mis palabras. Seguía siendo la misma canción oscura. Piel distinta. Renacida la fuerza.
Seguía siendo favorita del destino y fugitiva de la muerte. Por lo menos hasta descubrir que nada es suficiente. Quizá hasta una noche cualquiera. Una de tantas. Una de lágrimas de sangre.
Con suerte cuando me olvide para siempre por tanto mirarse al espejo.
Amén. Santo demonio de carne.
Por Palomita Rodriguez W.*
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