Cerezas envinadas
Como siempre, era tarde cuando apareció. Me miró como quien no quiere y pidió los mismos chocolates caros. Entre que el portero llega y no llega, y la intendente huye desaforada para alcanzar el metro, pronto es hora de cerrar. Los pies me matan y como de costumbre, la miserable vieja lleva veinte minutos olisqueando las muestras como si ninguno de los dos supiésemos que sólo compra cerezas envinadas y nunca una sola golosina fina.
Hoy terminé con un inventario que durante dos meses, me tomó 12 horas de trabajo al día.
De ninguna manera la voy a soportar.
Por detrás del mostrador le reviento uno, dos, tres golpazos bien puestos en la frente con el despachador de cinta. Rueda ahora en medio de un charco enorme de sangre. Salto el mostrador y me dejo ir sobre ella. Le engrapo con calma los parpados y la boca. Le pisoteo el estómago con todo mi peso hasta que, como una pelota de hule a la que se le escapa el aire, la masa pierde la densidad. Le remato la cabeza con un aplastón de la puerta.
Luego la tomo rápidamente por los pies y la arrastro hasta el pasillo de personal del ala derecha. Recorro toda la nave llevando el peso. Apenas estoy a punto pescar el picaporte que me lleva al sótano, cuando asalta mis nervios esa horrible voz de silbato: - ¿Tienes cerezas envinadas?-
Me estremezco de pies a cabeza. Entorno los ojos hasta que soy capaz de enfocar la imagen. Es esa nauseabunda y avejentada cara. No sangre. No grapas. Sólo ese gesto déspota adornado de lo que parece una sonrisa con labial emplastado y muchos dientes de porcelana lustrosa.
-¡Te hablo mocoso!... Te digo que quiero cerezas envinadas…-
Patético sin duda. Como siempre.
Hoy terminé con un inventario que durante dos meses, me tomó 12 horas de trabajo al día.
De ninguna manera la voy a soportar.
Por detrás del mostrador le reviento uno, dos, tres golpazos bien puestos en la frente con el despachador de cinta. Rueda ahora en medio de un charco enorme de sangre. Salto el mostrador y me dejo ir sobre ella. Le engrapo con calma los parpados y la boca. Le pisoteo el estómago con todo mi peso hasta que, como una pelota de hule a la que se le escapa el aire, la masa pierde la densidad. Le remato la cabeza con un aplastón de la puerta.
Luego la tomo rápidamente por los pies y la arrastro hasta el pasillo de personal del ala derecha. Recorro toda la nave llevando el peso. Apenas estoy a punto pescar el picaporte que me lleva al sótano, cuando asalta mis nervios esa horrible voz de silbato: - ¿Tienes cerezas envinadas?-
Me estremezco de pies a cabeza. Entorno los ojos hasta que soy capaz de enfocar la imagen. Es esa nauseabunda y avejentada cara. No sangre. No grapas. Sólo ese gesto déspota adornado de lo que parece una sonrisa con labial emplastado y muchos dientes de porcelana lustrosa.
-¡Te hablo mocoso!... Te digo que quiero cerezas envinadas…-
Patético sin duda. Como siempre.
Por Palomita Rodriguez
Serie Fragmentos**
Foto por El Azote**
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