Tragos de lirio
Por:
Jorge Arturo H. G.
Palabra que yo clarito vi que eran tres marranos. Ahí estaban, gruñendo y con ganas de atacarme. Por eso tuve que hacerles lo que ya se sabe…
Te vieron entrar a El Sótano de Garibaldi a las ocho de la noche. Llevabas tu acordeón al frente y un ramo de flores que era para tu mujer; ya se te veía el miedo en la mirada. Te sentaste ante una mesa, junto a la rocola, y comenzaste a observar a quienes estaban alrededor. Ordenaste una cerveza mientras sonaba una canción de José Alfredo. Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza… De un trago bebiste la mitad de la botella, tenías sed y sentías cansancio por el mucho caminar entre las calles del centro, de cantina en cantina, recolectando monedas a cambio de hacer sonar tu potente voz y las notas del viejo acordeón. No había sido tu mejor tarde.
Tu esposa y tus hijos te esperaban para cenar. Rosario, tu mujer, había preparado el caldo tlalpeño que tanto te gusta. Antes de salir te lo dijo:
–A ver si te apuras, viejo, voy a hacerte tu caldito pa’ que cuando regreses te eches un plato…
Le dijiste que sí, que estaba bien. Pensaste que a las nueve estarías de vuelta y le llevarías el dinero a tu Chayito, también compraste las flores porque creíste que le agradarían. No tenías ni la menor idea de lo que se gestaba en tu mente, ni siquiera estaba en tus planes emborracharte como lo hiciste.
A las nueve y media llevabas ocho cervezas y el dinero ya no te alcanzaba para más. Por eso pediste permiso para cantar. Pronto hubo peticiones pero antes cantaste la que te gusta: Te escribí una carta y no me contestaste. / Fui a buscarte: ya cambiaste dirección…
“Tres por cincuenta”, le mencionaste al hombre gordo de la mesa de junto, quien se hacía acompañar por una dama. Te pagó e invitó un par de cervezas. En ese momento se te acercó Roxana, la fichera cuarentona de grandes senos. Te agradaron sus ojos al tenerla de cerca.
–Qué bonito cantas, hombre…
–Gracias –dijiste apenas sin dejar de mirarla a los ojos.
–¿Me puedo sentar?
–Sí. Pero te advierto que no traigo para pagar tus tragos, el día ha estado muy jodido y no ajusto para comprar otros vicios que no sean los míos.
–Hombre, no vengo a “sangrarte”; me dieron ganas de platicar contigo. Por tu voz, ¿sabes? Te cargas buena voz, mi amigo.
Un cliente se puso de pie y caminó hacia la sinfonola. Mientras elegía las canciones no dejaba de ladearse y observabas cada uno de sus movimientos. Parecía que en cualquier momento se iría de espalda. De repente sentiste en los tuyos los labios de Roxana, suaves y fríos por la cerveza. Ahí estaba su mirada a escasos centímetros de la tuya. Te separaste. Probaste el sabor de su bilé y miraste hacia el piso.
–Pídete una, pues –diste tu mano a torcer.
El Señor de las Sombras sonaba pleno: Siéntate a mi lado, mi reciente amiga. / Tómate una copa, mientras escuchamos aquella canción…
–Es el más grande –hablaste, quedito, como si sostuvieras una conversación contigo mismo–. Nunca va a haber otro como él… el más grande, Javier Solís –la espuma de la cerveza comenzó a hacerte olvidar el coraje por el dinero no obtenido.
Te perdiste un rato en los ojos de Roxana, en su agua quieta, al tiempo que ella correspondía a tu encantamiento sin parpadear. Sus labios mostraron la sonrisa que te dejó temblando de pura rabia por no tener billetes para llevarla a otro lado saliendo de su turno. …Tú no me conoces, ni yo te conozco, / pero este momento quiero ser tu amigo por una ocasión…
¿Te acuerdas?
No sé por qué razón no la invité a seguir la fiesta en otro lugar. Habría sido mejor dormir con ella y volver a casa en la mañanita. Pero uno es pendejo siempre y así se anda todos los años…
La cerveza número quince te supo a poco. Por eso alzaste la botella para que te llevaran otra. Un hombre llegó a tu lado y te pidió que cantaras la que le llega, la misma que le recuerda a su chatita muerta. Te puso un billete en frente para que la repitieras tres veces. Trigueñita hermosa, linda vas creciendo, / como los capomos que se encuentran en la flor…
Todos lo vieron llorar y empinarse una botella de tequila. Todos lo escucharon maldecir a la muerte. Tu voz entonces ya se tambaleaba, se te escurrían las palabras de cuando en cuando y alguna saltaba de tu boca al piso y ahí se quedaba quieta, muerta. Roxana comenzó a sentir el mareo.
–Yo nomás te invité una –le recordaste, con dificultad–. ¿Por qué seguiste pidiendo? ¿Tú las vas a pagar?
No te dijo nada. Te mostró sus pechos y viste cuatro. Cerraste los ojos y te sacudiste con ganas de ver sólo dos bultos de carne ahí, asomándose. Afirmaste con un movimiento de cabeza. Terminaste otra cerveza y te quedaste dormido.
Tú dirás que no es cierto, Román, pero verdad de Dios que te hablo con la puritita verdad, mi amigo. Después me despertó el mesero para pedirme que pagara la cuenta. Nomás mis cervezas porque la vieja esa pagó las suyas, según me dijo. Me alcanzó y todavía compré una botellita de mezcal barato. Roxana ya no estaba. Serían las doce, yo creo. Ya nomás quedábamos tres y nos estaban corriendo. Le di un sorbo al chínguere y me quemó las tripas. Ya de ahí no me acuerdo de mucho.
Llegaste casi a rastras a tu casa. Rosario estaba despierta todavía, con el Jesús en la boca. Otra vez ibas a llegar borracho. Apenas entraste, ella te quitó el acordeón y te tumbaste sobre una silla y de tu mano cayeron un billete de a cincuenta y los lirios, rotos ya; luego te volviste a dormir. Ya no podías ni con tu alma por la briaguera que te cargabas.
El frío poco a poco fue en aumento. Temblabas. Tu mujer se dio cuenta cuando salió del cuarto y te echó encima una cobija para calentarte. Despertaste en seguida y todo estaba oscuro, según tu percepción. Pero no era cierto; el sueño y la borrachera se mezclaron y te hicieron ver otras cosas. En realidad había mucha luz. Fue cuando te levantaste, asustado, ¿te acuerdas? Chayito te quiso abrazar y la aventaste al piso, la pateaste, la azotaste. Quién sabe qué tantas cosas gritaste y el escándalo hizo que tus hijos se despertaran. Corrieron a tu lado pero también los abriste. Rosario lloraba, igual que los niños. Escuchaste sus gruñidos y sentiste miedo, frío, odio… De tu bolsa sacaste una navaja. Los gruñidos de los cerdos no cesaban en tu mente y viste seis pares de colmillos rodear tu cuerpo. Pensaste que te iban a hacer pedazos. Empuñaste la navaja y comenzaste a tirar golpes a diestra y siniestra. La carne blanda, la sangre escurriendo de las entrañas de tu esposa y de tus hijos.
Por Dios que les vi forma de puercos, Román… por ésta que sí…
Tus vecinos te vieron salir, tambaleante, después de que escucharon los gritos de tu familia. Llevabas la ropa manchada de sangre. Estabas perdido, caminaste sólo por caminar entre el lodo de la calle porque no sabías nada en ese momento. La noche te envolvió con sus garras y te marcó la frente. Todavía seguías borracho, mareado, con el miedo bien embarrado en tu cara deforme, salpicada del rojo muerte. Dejaste la puerta abierta y la señora Rutila, junto con su nieta Nancy, sintió grande curiosidad por ir a ver el motivo de esos gritotes que había escuchado. Tu vecina la más chismosa. Cuando entró estuvo a punto de desmayarse de la impresión. Por eso se regresó de inmediato para que la niña no viera los tres cuerpos destrozados en medio de una laguna de sangre y vísceras regadas por todas partes. Llamaron a la policía para informar de los muertos; tú a esa hora estabas tirado a dos cuadras, en una esquina, revolcándote entre tus meados. También vomitaste y quisiste dormir pero no te dejaron los tres uniformados que te levantaron a punta de patadas y toletazos. Esos madrazos te devolvieron algo de la conciencia perdida y entre los tres hombres te condujeron a tu domicilio. Se te hizo raro que las luces estuvieran encendidas y la puerta abierta. Adentro gritaste, lloraste, maldijiste, te rasgaste la ropa, aventaste las sillas y mordiste tu lengua. También de ti escurrió algo de sangre.
–¿Los reconoces, pendejo? –te preguntó quien seguramente era el comandante–. Bonita fiesta se te va a armar, pinche briago.
No entendiste por qué dijo eso y preguntaste quién había matado a tu esposa y a tus hijos. Fue entonces que te diste cuenta de las manchas de sangre en tu vestimenta, en tus manos. Reconociste tu navaja ahí, entre la sangre. Ya no dijiste nada cuando te subieron a la patrulla y el montón de vecinos que se había juntado te miró, con miedo, entre murmullos: “Estaba borracho”… “A lo mejor hasta mariguano, tú”… “Ya se veía que estaba loco”… “Tan buena que era la Chayito con él y con todos”… “¡Ay, Dios”… “Él los mató.”
Por eso me trajeron aquí y dicen que vivo no voy a salir ni aunque le rece a cuanto santo conozca.
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