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by - noviembre 11, 2009

Uno, dos, tres. Se convierte de pronto en estrella. Soplo febril del futuro soñado que en la mañana, sin demora, aparece en tu ventana.
Al despertar la era depredó tus plomizas esperanzas en sus fauces de cristal de roca. Y luego; dicen el astrónomo y el marinero; te toca soñar con serpientes a cuenta de tu osadía. Considérate afortunado si quedan vestigios de alma en tu esqueleto tras sublimarte en correrías inconsistentes por los planetas perdidos de su cuerpo. Deberías saber que a fuerza de noche hasta los agujeros de gusano encuentran salida. Porque era una vez luz de noche y ahora estrella oscura. Antílope alado que blasfema en eterna estampida por nuestra Pangea rota sabiendo que se habla de tú con el universo.
Hallaste una esmeralda en su ombligo y viste brotar volcanes, cavernas y un lago en llamas cuando arrobado la sembraste en un cascarón de nuez. No sospechabas que al regar con agua salada una sola partícula muerta de su presencia borrarías del horizonte las luces del norte.
A estas alturas podrías arrodillarte en su regazo o correr tras la estela de su canto. Pero es mejor si contienes el aliento y oras por el nautilos milenario de su tierra. Mejor si te embriagas de rojo y cuentas en reversa. Por el tiempo a destiempo. Y por si buscas al lobo que de vez en cuando se traga la luna. O a la madreselva cósmica de la que sangra el día. La que te arrulla antes de ser el último testigo del maremoto de espacio y tiempo que desata la danza de su seno. Lloverían glaciares en tu lecho y estarías conforme con eso. Con tal de recorrer a pie su geografía beberías de un sorbo el mar antártico que una vez ahogó tus sabanas. Sólo para que prefieras morir después sediento. Cuando sepas que el mapa de tu vida lo lleva junto a la sombría Lemuria escondido en la cintura.
Por Palomita Rodriguez*
Fotografías utilizadas sin fines de lucro.

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