Lograron darse a la fuga

by - junio 28, 2010

Por:
Jorge Arturo Hernández

Se sonrojó. Pilar frente al espejo: su cuerpo aún de niña, botones de carne recién paridos a la altura del pecho, terciopelo oscuro bajo el vientre… Pilar notó en sus mejillas el tono rosado de su pudor. Nunca en sus catorce años de vida había experimentado tal sensación como esta tarde, frente al espejo, luego de salir del baño, la piel recién secada. Son las cinco, quedó de verse con Efrén a las seis porque es muy probable que a las seis y media comiencen a hacer el amor, ambos, por vez primera.

Pilar se sonrojó y de inmediato comenzó a vestirse. Elvira, su prima y confidente –cuatro años mayor que ella–, le había dicho que hacer el amor “es… no sé, Pili… como no estar aquí. Te pierdes y no sabes de ti hasta que te vienes y regresas cansada, pero sonríes”. Pilar medita sus palabras, ya en la noche, con una mano en el sexo. La asusta pensar en Efrén y que esas imágenes deriven en la humedad de sí misma, jamás explorada. Se repone del susto y entonces duerme, en espera del día siguiente para volver a ver al chico que la hace “pecar de palabra, obra y pensamiento”.

Efrén aprendió más rápido: sus amigos lo invitan a ver revistas de mujeres desnudas detrás de alguna tumba del panteón de La Leona, escondidos de los ojos que pudieran acusarlos y hacer de ellos una vergüenza ante sus padres. Efrén entonces piensa en Pilar, en ese cuerpo que recibe entre sus brazos cuando, luego de clases, caminan del Miraval a la Carolina y pasan por el Callejón del Diablo. No les da miedo porque se tienen a sí mismos, toman sus manos y en la primera entrega de la noche corren –sin soltarse– para romper el temor y amarse en su adolescencia.

Salen de clases a las siete, ya a oscuras, y se encuentran en la entrada del estadio Miraval. El primer beso surge detrás de un árbol, sobre Madero, debajo de la doble sombra: la de la noche y la de la copa del enorme sauce, mudo testigo de sus primeras insinuaciones. “¿Cuándo lo haremos?”, pregunta él. “Déjame aprender”, responde ella y estampa sus labios en los del muchacho. Luego ella: “Ya casi, Efrén”. Se miran entonces y creen amarse, estar hechos el uno para la otra.

Pilar se sonrojó esta tarde; Efrén estaba nervioso y olvidó comprar los condones que su tío, a falta de un padre, le recomienda cada vez que está ebrio. “Cuando metas tu pito, ponle máscara, hijo. Con quien sea. Porque, una de dos: o la embarazas, o te joden la vida de otra forma: con una enfermedad”. Y lo olvidó por completo.

A las cinco cincuenta Pilar camina por la avenida Centenario, mientras Efrén aguarda afuera del mercado de la Carolina. Ambos se sienten nerviosos, como si fueran desnudos por la calle en cumplimiento de alguna penitencia. Pilar cuenta los pasos y nada hay que exista sino el único rumbo, ese donde la aguarda el joven que habría de amarla no sólo por esa tarde, sino “durante el resto de mi vida, palabra”.

Pilar observa con sus ojos de eternamente virgen, le sudan las manos, piensa en las palabras que debe decir, los gestos que debe entregarle a quien “quiero amar y que me ame siempre”. En cada paso siente el roce de la ropa con su cuerpo; comienza a sentirse poseída por alguien que no es ella.

“Ahí está”, susurra Pilar cuando ve a Efrén sentado sobre una barda, distraído, tratando de encontrar la forma exacta de tomar el cuerpo de Pilar. La conexión de ambos: Efrén levanta el rostro y automáticamente lo gira a su derecha. “Ahí viene”, piensa, y sonríe por dentro. Se miran desde los cincuenta metros que los separan ahora. Efrén se levanta, toma una flor que robó y la sujeta como si fuera el boleto de entrada al teatro de ensueño que es ahora el cuerpo de Pilar. Pilar, la siempre virgen, está perdida en su pensamiento. No se da cuenta de nada y únicamente Efrén existe. Sus pasos la confunden: Pilar no sabe si debe detenerse y esperar a que su amado se acerque a ella, o acelerar el ritmo y quebrar de una vez por todas el hielo de su pudor.

Efrén la mira: “Es ella”, piensa, sin saber que lo piensa. Pero algo no está bien, algo ha fallado y sólo él escucha las sirenas de tres patrullas deshaciendo la tarde. Tres asaltantes en fuga, a bordo de un auto oscuro, son suficientes para romper el sueño del amor. Pilar no escucha, sólo mira a Efrén, quien algo grita pero la mujer no lo oye, no puede. En el fuego cruzado Pilar muere como debía morir, ya fuera en este momento o años más tarde: virgen y con el corazón destrozado. Una bala de AK-47 ha perforado la blusa, el corpiño, la carne; quedará por siempre en el nido de sus latidos. No se dio cuenta de su muerte; Efrén sí.

Pilar está tendida en medio de la calle y bajo su cuerpo un charco de sangre se expande lentamente. Efrén se ha desmayado. Cuando reaccione, llorará el resto de la noche… y de sus días. Los periódicos de mañana y los noticieros de esta noche dirán que una adolescente fue alcanzada por una bala perdida durante un enfrentamiento entre la policía municipal y un grupo de hampones. “Los presuntos responsables lograron darse a la fuga.”

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