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by - agosto 04, 2009

Las malas lenguas decían que su madre lo había concebido después de pasar la víspera de Viernes de Corpus cocinando para los caballerangos que llevaban la ofrenda de luz a Xochimilco. Otros decían que la abuela nunca dijo quien era el padre porque en realidad el Gavilán no era su nieto; sino el fruto propio de su última canita al aire con un ganadero jóven y de buena familia.
Lo cierto es que el chamaco salió retardado. La madre y la abuela se dedicaron a todo menos a prestarle atención y al pobre no le quedo más que crecer como animalito; trepando a los arboles y bañándose en el rio. Los chiquillos se divertían a sus costillas. Lo vestían de mujer y lo mandaban a esconder al culo de la gallina. Y como no hallaba la manera se pasaba el día entero correteando tras la gallina.
La Viqui era la pobre niña rica hija única de Don Manu; un español que vino con su prole madrileña a explotar el sorgo que ni los campesinos experimentados de Torrentera podían desterrar de sus parcelas y que hacía imposible cultivar otra cosa.
La Viqui le salió bien hechita al español. Pálida y espigada; cabellera negra y ojazos verdes. Y la misma cara bonita de su difunta esposa Doña Millitxa; una yugoslava que de eso sólo tenía el nombre, pues todo Torrentera supo que era su media hermana barcelonesa. La Viqui decían, por eso estaba loquita. Pero la verdad era que su problema era el mismo que el de doña Mila: los ataques crónicos de esquizofrenia que después de dieciocho años, dejaron a la niña a medio camino de su travesía astral.
Eso; el par de senos altivos y la cinturita de avispa.
Desde los cinco el Gavilán quedó prendado de ella. De sus calzones de colores con tiras de encaje y sus pequeñas faldas que siempre mostraban el color que llevaba. De la discreta sonrisa que entre niñerías y desfachatadas carcajadas le dedicaba a escondidas de la chaperona.
Para el pueblo entero como para el Gavilán, La Viqui representaba una visión ácida generosamente dotada de vulgaridad; y de la debida, sólo la debida disponibilidad para embriagar a casi cualquiera. Una perfecta, deliciosa y mágica copa rebosante del agua más cristalina y etérea a mitad del desierto. Demasiado poderosa como para volver a uno a la vida. Hermosa, incitante y lo suficientemente ida del mundo real como para oler el peligro.
Eso era la Viqui. La misma señorita caprichosa y manipuladora que Don Manu malcriaba vistiendo con ropa fina, enjoyando y mandando a peinado y maquillaje todos los días al salón de doña Tula. Don Manu encañonaba al que por error le viera las tetas, y balaceó a más de uno de los que se atrevieron a rondarla cuando andaba en la ciénaga.
El Gavilán por su parte nunca fue a la escuela. Salía de la casa al despuntar la mañana y regresaba en la noche a cenar. Vagaba por la campiña esperando ver a La Viqui con sus vestidos finos. El español no se preocupaba de más por el chamaco tarado que a los doce todavía permitía que su hija lo disfrazara con la ropa que ya no quería usar.
Esa mañana El Gavilán la esperó como desde que era pequeño. Le cortó margaritas y le llevó el pan de anís que le habían dado en el desayuno.
Ella no se apareció.
Pronto el Gavilán se escabulló hasta las caballerizas, bien arrebozado y con una margarita en la oreja esperando verla andando sobre el zacate finito que hacia las primeras lluvias y en el que tanto le gustaba estar descalza. Pero de la Viqui nada. Fue a poner su cara de zonzo al invernadero e hizo como que se robaba una gerbera roja para ponerse en la otra oreja. Fue al gallinero y al final a la casa de cantera donde embarró la nariz al vitral de la puerta esperando verla. Pero ni rastro de ella. Ni siquiera en el balcón de arriba. Mucho menos en la terraza. Fue de regreso a la ciénaga y como no la halló, volvió a la casa. Anduvo dando vueltas todo el día. No fue a cenar y decidió no tocar el pan de anís hasta hallarla.
Al fin se arrinconó en el granero a descansar un rato.
Adormilado mordisqueó el pan y al cabo lo devoró sin esfuerzo. Luego se quedó profundamente dormido. En sus sueños estaba ella.
Como desde tiempo atrás, lo tomaba de la mano y lo llevaba al granero. Le cantaba bajito y lo arrullaba en sus brazos porque ni su madre ni su abuela lo habían mimado ni siquiera un poco.
Cuando despertó llovía, y a su lado estaba arrodillada la Viqui. Lo miraba divertida y se carcajeaba después de haberlo pintarrajeado con lápiz labial. Su pelo negro caía libre en suaves ondas sobre la espalda que con suavidad abrazaba un vestido chifón azul. Llevaba los pies desnudos y sucios por el barro. El Gavilán, más atontado que de costumbre; sacó sus margaritas marchitas y las puso a los pies de ella como si de la veneración a un santo se tratara. – Cánteme pa’ que me duerma– suplicó. Ella ignoró el gesto. Se puso de pie y miró afuera. –Primero báñese chamaca malcriada. Anda usted toda sucia. Y manchada de pintalabios. ¿Cuántas veces le he dicho que no juegue con el maquillaje de su mamá? El Gavilán se avergüenzo todo y se arropó más con su rebozo. -Quieres que te cante para que te duermas ¿no?- Preguntó ella. –Pues entonces báñese primero- Lo pescó de la camisa y lo arrastró hasta la lluvia torrencial. Se divirtió un buen rato viéndolo empaparse. Luego lo trajo y lo desnudó poco a poco. Lo envolvió en una de las sabanas que habían puesto a secar bajo el resguardo del granero. Como muñeco El Gavilán se dejo manipular. Después lo empujó hasta la cama que cuidadosamente improvisó con las sabanas y los montones de avena. Se recostó y lo atrajo a su regazo preguntando de nuevo si quería que le cantase. En vez de cantar tarareó fur Elise y se desabotonó el vestido. Lo meció como una madre a su hijo. Un buen rato hasta que el sueño y el frio venció a ambos.
Ya en la madrugada La Viqui despertó. Otra vez sentía el fuego. Venia de muy dentro y le robaba el aliento. Era la bestia que le desgarraba el pecho y se comía su corazón. Estaba convencida que sólo a eso podía deberse tanto dolor. El Gavilán roncaba y ella no era capaz de retirarlo para intentar respirar. Tosió y lo salpicó de sangre en la cara. Quiso gritar pero sólo eran gemidos los que escapaban de su garganta. Al final se desvaneció suavemente sobre la almohada improvisada. Luchó por respirar hasta que la tos implosiva apagó el impulso. Quedó quieta y lánguida al fin. Dejó ir el lápiz de labios que aprisionaba en el puño. Ese fuego fue el mismo que lastimó a su madre durante años hasta que un día la consumio del todo.
Cuando el Gavilán despertó hubiera querido que no lo venciera el cansancio para oírla cantar. Para continuar jugando con ella a la madre protectora. Quiso hacerla despertar pero no pudo. Miró su rostro pálido y notó que un hilillo de sangre se deslizaba por la comisura y goteaba con avidez en la paja. La había visto escupir sangre y no era el gran asunto. Si acaso que cuando lo hacía dormía de más. La agitó con vigor del hombro y ni así pudo despertarla. Le dijo al oído que quería jugar y le pidió otra vez le cantara; aunque en el fondo sabía que era remilgosa y de paso dormilona, y que seguramente lo iba a ignorar. -Ándale…tú no hagas nada. No te levantes si no quieres- lloriqueó, y volvió a agitarla del hombro. Como no obtuvo respuesta se puso en pie.
Ella nunca se enfadaba si empezaba sin convidarla. Muy por el contrario, si por alguna razón estaba molesta como cuando la llevaban al dentista, al verlo empezar se ponía de buenas.
Desnudo como estaba; estiró las cobijas, se arrodilló junto a ella y terminó de desabonar el vestido. Corrió los tirantes y descubrió un torso blanco y sedoso. Un vientre dulce y un pubis perfecto y delicado. Sintió que el cariño-como ella lo llamaba- germinaba dentro de sí como una plantita de avena que vigorizaba su cuerpo flaco de escuincle. Se dejó caer con suavidad sobre ella para no despertarla. la besó con cuidado en el cuello y el lóbulo de la oreja; sin rozar siquiera los labios- ¿Cuando has visto que un hija bese a su madre en la boca? Decía ella. Aspiró con fuerza el olor a flores blancas de su pelo y se regodeó de una vez en sus senos que seguían tibios. El cariño crecía y el Gavilán estaba listo para mostrárselo todo. Se adhirió a ella como lagartija torpe y comenzó a entrar de nuevo al lugar de donde - tú y yo- decía ella- nunca debimos haber salido-.
Vino la explosión y él supo una vez más que no había forma de volver allá. Ni aunque el paraíso lo reclamara y se resistiera a dejarlo ir. Como era su costumbre se quedó así; esperando a que pasara la explosión y que con pesar, el paraíso decidiera liberarlo. Se conformó con sorber la dulce esperanza que siempre le daba ella a saborear de su pecho virgen. Con una mano tiró de la sabana para cubrir los pies de ambos porque el frio arreciaba y ella lo resentía, más cuando estaba dormida. La abrazó y se enrollo un mechón de su cabello en el dedo.
De repente una luz lo cegó y el murmullo de una multitud se convirtió en estruendo. Don Manu y los caballerangos derribaron la tranca del granero a punta de machete. El Gavilán no se movió. Sabía que Don Manu iba a estar orgulloso de que su hija fuese tan buena. Debía ser un ángel; pues le daba el cariño que ni la abuela ni la Juani le dieron nunca. Pensó que nunca se lo había dicho a ella. Que era un ángel bueno de cara bonita. Se lo diría en la mañana. En cuanto despertara.




Por Palomita Rodriguez *
Serie Fragmentos******
Foto: Veruschka portrait utilizada sin fines de lucro.

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